Viena (incompleto)
Llegué a Viena en un frío octubre. Al principio, decidí pasar varios días recorriendo las calles de aquella ciudad y viajando en metro, escuchando aquella voz mecánica que anunciaba aquello de "Neubaugasse. Umsteigen zu der linie 13A" (Neubaugasse: conexión con la línea 13A). Adoraba aquel metro, hoy en día sigo echándolo de menos. Durante varios días, no hice mucho más que viajar de una estación a otra y pasear por las calles de los barrios de Viena, rodeada de árboles de hojas naranjas que caían a la acera y convertían a la ciudad en un bonito espectáculos de llamativos colores. Estuve viviendo de casa en casa, ocupando los sofás de mis amigos hasta que encontrara una casa en la que hacerme un hueco. Aproveché para reencontrarme con aquellos a los que hacía ya tiempo que había dejado atrás, disfruté de las cenas en casas de amigos, de las noches de copas en los clubs más conocidos de la ciudad, los paseos nocturnos abrigada hasta las orejas, los paseos en bicicleta... disfruté hasta que me di cuenta de que el dinero no me iba a durar eternamente y que necesitaba urgentemente buscarme un trabajo si no quería abandonar la ciudad de mis sueños.
Me puse manos a la obra y decidí buscar, para empezar, un piso compartido donde empezar mi vida. Ese sería el primer paso antes de sentirme totalmente integrada en aquella ciudad.
La búsqueda no duró mucho, de hecho, Petra y yo sólo necesitamos un día para encontrar el sitio perfecto - que a la larga descubriría que no iba a ser tan perfecto, pero ¿qué lugar lo es?-. Para ese supuesto primer día de búsqueda, elegimos tres pisos que visitar.
El primero fue un gran fracaso. Se encontraba situado cerca del Stadtpark, y a pocos minutos del centro de la ciudad. Las compañeras de piso eran dos chicas, una argentina y una colombiana, lesbianas feministas cuya norma más importante - y menos atractiva- era la prohibición, dentro de mis posibilidades, de dejar entrar a hombres y perros dentro del piso. No estaba dispuesta a dejar a mis amigos en la calle cuando quisieran visitarme, y con respecto a la norma del perro: Petra no aceptaría que yo viviera en un piso al que no pudiera entrar Zala, su perra. Le agradecimos su tiempo y nos despedimos de ella.
El segundo piso fue un fracaso aún mayor, además de una historia un tanto surrealista. Este estaba situado en el distrito nueve, muy cerca del museo de Freud y de la Votivskirche (mi iglesia favorita) y del NIG (Neue Institut Gebäude) de la Universidad de Viena. Ubicación perfecta, piso no tan perfecto. El "compañero" de piso era un señor de unos 60 años, un músico ucraniano que había alquilado el piso y subalquilaba una habitación, normalmente a estudiantes. Nos enseñó el apartamento y a mí los ojos se me salían de las órbitas. Todo estaba a medio hacer, tenía obras por toda la casa e incluso en medio del baño había una bañera gigante que, al parecer, quería instalar para quitar la anterior. La bañera estaba llena de escombros de una pared del baño que había derribado. En lugar de esa pared, el músico había colgado una cortina horrible que apenas tapaba el agujero tremendo que había hecho en la pared.
La habitación que subalquilaba no era mucho mejor que el resto de la casa. Medía no más de 10 m2 y sólo tenía un escritorio y una cama en alto, con una escalera y con unas pegatinas que a Petra le pusieron los pelos de punta: pegatinas del ejército austriaco.
Nos hizo pasar a su lado de la casa. Él subalquilaba la habitación con derecho a utilizar la cocina y el baño, pero el resto era su lugar privado. Constaba de dos habitaciones de unos 20 m2. En una, había organizado un saloncito con zona de ensayo para sus instrumentos, en la otra tenía su dormitorio y su pequeña oficina. Allí nos explicó que necesitaría, para el contrato, mi pasaporte, mi permiso de trabajo (¡hola! soy europea...) y un bonito contrato de trabajo que, por supuesto, yo no tenía.
Volvimos a agradecer el tiempo que nos había regalado, nos despedimos y nos separamos. El tercer piso yo iría a verlo sola, después de pasar por casa de Lauri a tomar unas copas con él y a cenar.
Llegué al piso en cuestión, situado en el distrito ocho, detrás del Rathaus (ayuntamiento) y de la cárcel - que, curiosamente, está justo frente al Nationalbank (Banco Nacional); robas y en menos de un minuto has llegado a la cárcel, ¡qué práctico!-.El edificio era precioso: un antiguo edificio vienés con un ascensor de ensueño de rejas negras, con una lámpara colgando del techo, un banco de raso rojo y un espejo antiguo que ocupaba toda la pared final del ascensor. Me abrió la puerta una chica desaliñada pero muy simpática, Patricia. Sonreía poco, pero cuando lo hacía la sonrisa le llenaba toda la cara. Me enseñó el apartamento. Era enorme. Tenía seis dormitorios, el baño, varios pasillos infinitos y una cocina antigua con una preciosa estufa de piedra en la que, además, se podía cocinar. No tenía calefacción central, pero en cada habitación había o bien una estufa para usar con madera, o una para usar con aceite. La habitación que me ofrecían era una Durchgangzimmer, una habitación que era la habitación de paso para llegar a la de Patricia. Desde la puerta, habían construido una estantería que casi llegaba hasta el techo para darle un poco de intimidad a la atmósfera, ya que todo el que entrara a la habitación de Patricia, tendría que pasar por la mía. Era barata y muy amplia, así que acepté enseguida. Me contó que eran cinco viviendo en la casa y que yo sería la sexta. Decidimos que quedaríamos al día siguiente para conocer al resto de los compañeros y que traería a Petra para ayudarme con la comunicación; ya que a esas alturas yo apenas chapurreaba un poco de alemán y casi todo tenía que hablarlo en inglés.
Petra y yo llegamos puntuales - primera y última vez que las dos llegábamos puntuales a algún sitio- y con un regalito para aportar a la supuesta cena que iban a organizar. Ese fue el primer malentendido que tuve por culpa del idioma: yo entendí que nos iban a preparar una cena y, al llegar, vimos cómo todos se iban acercando a la cocina y cada uno se sacaba su comida sin invitar. No nos habían invitado a cenar, Patricia sólo me había comentado que fuéramos a la hora de la cena porque estarían todos. Petra quería matarme, pero yo tenía la excusa perfecta de no tener ni pajolera idea de alemán. Aquella fue la primera vez que vi a Jan y, desde ese momento, su mirada empezó a ponerme nerviosa. Tenía unos ojos azules clarísimos y muy pequeños con los que me miraba fijamente desde detrás de su taza de té. Me ponía nerviosa, no sabía a dónde mirar y apenas lo entendía cuando me hablaba. Petra sirvió de filtro para evitar nuevos malentendidos. Además de Jan, en aquella mesa estaban Margot, una chica polaca estudiante de bellas artes, rubia, risueña y con un acento divertido, Astrid, periodista del diario Standard, y el quinto, un chico del que por fin he conseguido olvidar el nombre pero del que jamás olvidaré la cara. Era un tío raro y con cara de pocos amigos. Medía casi dos metros y sólo se alimentaba de pan, ketchup y coca cola, aunque decía ser vegano. Se pasó los pocos días que vivimos juntos - más adelante contaré por qué lo echamos del piso- hablándome en latín y contándome cómo tocaba a los muertos en sus prácticas de la Escuela de Medicina.
Pasamos un rato agradable y decidimos que me mudaría la semana siguiente. No tenía mucho para mudarme, incluso estuve durmiendo en un colchón en el suelo raso durante mucho tiempo, pero la habitación me gustaba y la casa era preciosa.
Los primeros días los pasé intentando adaptarme a aquel caos de piso compartido en el que apenas había comunicación y notando la tensión en el ambiente por culpa del estudiante de medicina del que más tarde supe que era un antiguo neonazi que disfrutaba contándolo y que presumía de ser un chico que defendía a la mujer por ser mujer y sin sexismos baratos, pero que tenía un póster casi a tamaño real de Palmers, una marca de ropa interior femenina.
Pocos días después de empezar a vivir en Wickenburggasse (la calle donde estaba el piso), decidí ir a pasar un fin de semana en Steyr con Petra y Margit. Había una fiesta en la pequeña ciudad en la que ellas habían crecido y quisieron llevarme para que la conociera. Fue un fin de semana muy relajado, una noche de marcha, visitas a amigos de las niñas, muchos porros, paseos por la ciudad, fotos para llevárselas a mi padre - que había vivido en Steyr en los años 60 haciendo prácticas de ingeniero en una de las fábricas de la ciudad- y buena comida de las mamis de mis amigas.
Volví a Viena un domingo aparentamente tranquilo y me quejé al llegar a mi casa porque el ascensor no funcionaba. Todos bajaron la mirada y Patricia empezó a llorar. Pregunté qué ocurría: un niño de tres años había muerto aplastado por las puertas del ascensor esa misma tarde. Al parecer, la madre, una chica sudamericana, salía con el bebé en el carro. Su hijo de un año estaba dentro del ascensor y el de tres años estaba entre las puertas. El niño de un año pulsó el botón del ascensor, el ascensor se cerró y se puso en marcha, atrapando al niño, que no sobrevivió. El vegano extraño de mi casa bajó corriendo las escaleras cuando oyeron los gritos de la madre. Forzó las puertas del ascensor, sacó al niño e intentó reanimarlo, pero ya estaba muerto. A la madre la trasladaron a un hospital y ya nunca volvió al edificio. El ascensor se cerró y no se permitió su uso hasta que se aclarara la muerte del niño. Y a mi casa empezaron a llegar periodistas de Austria y Alemania pidiendo entrevistas. A nosotros no nos hacía ninguna gracia encontrarnos a los periodistas en nuestras habitaciones cuando llegábamos a casa, aquel circo estaba llegando demasiado lejos y no queríamos formar parte de él. El problema: el vegano extraño quería sus quince minutos de gloria en contra de lo que decidiera el resto de sus compañeros. Intentamos explicarle que no estábamos de acuerdo con la explotación morbosa que la prensa estaba haciendo del caso y que no queríamos que los periodistas llamaran continuamente o que se metieran en nuestra casa. Hizo oídos sordos y continuó dando entrevistas. El resto nos reunimos una noche en la cocina y decidimos que lo echaríamos del piso porque no nos sentíamos bien con él en casa - yo, sin ir más lejos, me moría de miedo cada vez que nos quedábamos solos él y yo en la casa-.
Cuando el vegano se fue, yo me trasladé a su habitación, un espacio de 25 m2 con una calefacción de aceite que calentaba tanto, que acabamos llamando a mi habitación "La habitación canaria". No tenía mucho con que llenarla, así que Jan se esmeró en ayudarme a buscar muebles para hacer de aquel lugar un sitio acogedor. Un compañero de su trabajo - era mensajero en bicicleta- acababa de morir y estaban regalando sus muebles. Fuimos con el camión del trabajo a buscar un sofá cama muy grande y alguna estantería. Yo compré un colchón de matrimonio y construimos la cama con unos palés de madera nuevos que encontramos en el portal de la casa - ¡estaban sin usar!-. Finalmente, la habitación quedó bastante agradable y muy práctica. Dejé un espacio al fondo de la habitación para esparcir por el suelo las piezas de un puzzle de Klimt de más de 2000 piezas que pretendía terminar algún día (todo quedó en un bonito intento). Incluso, recogí una pequeña televisión en blanco y negro que mis compañeros querían tirar a la basura y que me sirvió para practicar alemán cuando ellos no estaban en casa.
Durante ese tiempo, yo había estado repartiendo mi currículum por la ciudad sin suerte. Pasaba muchas horas sola en casa y me agobiaba no poder hacer nada. Me sentía inútil y me estresaba pensar que se me acababa el dinero y no conseguía trabajo. Incluso llegué a dibujar un cómic, con mi nula idea de dibujar, sobre un día en Viena en el que me caricaturaba a mí misma entregando mi currículum en el Zoom Museum (museo para niños), viajando en el metro deprimida, pasando horas sola en casa asustada por el silencio y el tamaño de aquella casa, y la posterior alegría cuando llegaban mis compañeros. Esas viñetas las cogió Patricia, que colaboraba en el Mumerl Comic, y acabaron publicadas sin preguntarme. La búsqueda no era todo lo fructuosa que yo deseaba, pero me salieron pequeños trabajos de niñera, de profesora de español e, incluso, de asistente de una artista que estaba realizando un proyecto con material de reciclaje (Mondo - Introducción del arte en el mundo de los niños) en una casa de acogida de niños.
Mientras tanto, mi relación con la casa se iba afianzando y yo empezaba a imponer mis normas entre mis compañeros: una casa en la que viven tantas personas necesita un poco de vida en común. Ellos no solían reunirse mucho y hacían sus vidas siempre separados del resto de la comunidad. A mí eso, al ser miembro de una familia de nueve hermanos, me resultaba extraño y me molestaba. Así que empecé a organizar cenas para obligarlos a reunirse alguna vez en semana, y funcionó. El resto de los días, solía sentarme en la cocina con Jan, con su mirada misteriosa desde el otro lado de la taza de té. A veces, apagaba las luces y llenaba la cocina de velas, fumábamos mariguana en su pipa - sin mezclar, mariguana pura- y se pasaba minutos, que me parecían horas, mirándome fijamente bebiendo su té. Y así fuimos acercándonos más el uno al otro hasta que ocurrió lo inevitable.
Fue una noche en la que me invitó a ir a una fiesta con un amigo que vivía en el distrito tres. Acepté enseguida porque me gustaba mucho pasar tiempo con él, a pesar de no poder mirarlo a los ojos. Fuimos los tres a la fiesta y salimos enseguida porque nos encontramos con un evento que no encajaba nada con nuestra manera de divertirnos: un montón de pijos vieneses en una fiesta aburrida en la que bebían vino y hablaban en voz baja. Decidimos ir al piso de su amigo, Florian, a tomarnos un té - Jan es alérgico al alcohol-, fumarnos un porro y conversar un rato. Aquella fue la primera vez que descubrí que cuando estaba muy cerca de Jan, a mí me daba frío. La habitación la habían calentado hasta los veinticinco grados debido a mis temblores, pero aún así, yo no paraba de temblar. Jan me tapó con una manta, me quitó los calcetines y me frotó los pies para que entrara en calor, luego me frotó los brazos, pero yo temblaba más. Nos quedamos así, abrazados, para intentar evitar que me diera una neumonía. Era un abrazo inocente, pero a mí me daba más frío.
Llegó la hora de dormir y, por supuesto, decidimos quedarnos allí porque estábamos muy lejos de casa y era muy tarde. Ellos hicieron el reparto de camas: Florian dormiría en la suya en su habitación, Jan y yo dormiríamos en la cama de su compañera de piso que se había ido de vacaciones.
Me metí en la cama completamente vestida y, mientras Jan me sorprendía desnudándose completamente, yo me puse a mover las almohadas y me encontré debajo de mi cabeza un consolador gigante de color fucsia y unas bolas chinas. Empecé a empujarlo al suelo con la almohada gritando que no pensaba dormir con un pene debajo de mi cabeza y Jan se reía pidiéndome que dejara las cosas donde estaban porque no eran mías. Le dije que las volveríamos a colocar al día siguiente, pero que no pensaba dormir con aquella cosa USADA debajo de mi cabeza. Se reía a carcajadas hasta que se metió en la cama. Estuvimos hablando pegados el uno al otro y, cuando la conversación llegó a los susurros, no pudimos evitar besarnos.
Fue una de las dos únicas veces en las que fue cariñoso en la cama durante el tiempo que estuvimos juntos. Después, él se durmió profundamente y yo, para variar, me quedé despierta hasta que me aburrí de estar en la cama. A las ocho de la mañana, me vestí y me fui a pasear por el barrio.